EDITORIAL
La escena no es nueva: de cuando en cuando, asoma en nuestras elecciones un candidato carismático que despierta esperanzas, a pesar de cargar con una inhabilidad latente. La figura del aspirante que compite con una sombra legal sobre sus hombros se ha vuelto tristemente familiar. Son candidaturas que, con una sonrisa al público y un silencio cómplice sobre sus impedimentos, avanzan sin estridencias aparentes. Hasta que, tarde o temprano, la realidad legal toca a la puerta y expone una situación insostenible que debió evitarse desde el inicio.
El desenlace de estas candidaturas heridas de muerte es conocido y costoso. La elección ganada en las urnas termina peleándose en los tribunales. La incertidumbre se instala en las administraciones: los equipos de gobierno —servidores públicos que día a día sacan adelante su municipio— quedan sin saber si su alcalde continuará o será reemplazado abruptamente. Las autoridades electorales y los entes de control, por su parte, deben invertir tiempo y recursos revisando lo que debió estar claro de antemano. A veces hay que convocar nuevas elecciones, encargar temporalmente el puesto o cederlo al segundo en la contienda. En cualquier caso, el desenredo implica un desgaste institucional enorme. Cada campaña invalidada por una inhabilidad es energía institucional malgastada, una distracción de los problemas reales que deberían estarse resolviendo.
Pero quizás el costo más doloroso es el que asume el ciudadano de a pie. La gente acude a las urnas con fe en un programa y un candidato, sin sospechar que ese nombre podría tener los días contados por un impedimento legal. Es un engaño sutil al votante: se le pide su apoyo sabiendo, o debiendo saber, que esa victoria podría convertirse en papel mojado. Los electores depositan su confianza y sus anhelos de cambio, solo para enterarse después de que sus votos fueron en vano. ¿Cómo no sentir desilusión ante una promesa de campaña que se desvanece por un requisito incumplido?
La democracia local sufre también daños menos visibles pero profundos. Cada episodio de este tipo erosiona la credibilidad en el sistema electoral y en las instituciones de la región. Cuando los ciudadanos ven que el candidato ganador es apartado por algo que se sabía de antemano, crece el cinismo y la apatía. Se instala la idea de que todo da igual, de que las reglas se usan como armas entre políticos y no como garantías para el pueblo. Se mina el principio básico de la democracia —la libre elección de gobernantes válidos— y surge la duda sobre la limpieza de todo el proceso. En suma, se debilita la fe pública en que las normas rigen igual para todos y en que el resultado de las urnas es verdaderamente sagrado.
La gravedad de este fenómeno no debe disfrazarse de anécdota. Presentar a un candidato inhabilitado no es un simple descuido administrativo, es una falta de respeto al ordenamiento jurídico y a la ciudadanía. Que no haya escándalo mediático no lo hace menos preocupante: ¿qué mensaje envía que se juegue con las reglas electorales de esta manera? Las excusas sobran; la ley es clara, y las inhabilidades no brotan de la noche a la mañana. Aquí hay responsabilidades compartidas: del candidato que decide postularse pese al impedimento, del partido que le brinda un aval mirando hacia otro lado, y de un sistema que a veces reacciona tarde ante lo que debió frenarse desde el principio. La ausencia de estridencias no la hace menos dañina; esta práctica socava la institucionalidad en silencio, y cada caso debería invitarnos a una profunda autocrítica.
Al final del día, la transparencia y la legalidad no son meros trámites burocráticos, sino pilares del servicio público. La legitimidad de los servidores públicos —incluyendo a quienes aspiran a serlo— se construye respetando las normas desde el primer paso. Los más de tres millones de funcionarios que sirven a Colombia saben que su labor diaria se sostiene en la confianza ciudadana y en el cumplimiento de la ley. En nuestro departamento, como en cualquier democracia, el servicio público debe ejercerse con el ejemplo: acatar la ley, ser honesto con el electorado y anteponer el interés común a la ambición personal. Solo así recuperaremos la confianza perdida y evitaremos que la historia de los candidatos inhabilitados se siga repitiendo.
La transparencia y la legalidad, lejos de ser una carga, son la única ruta para dignificar la política y fortalecer la democracia que todos servimos.
Manizales, marzo 2 de 2025.
