Opinion

SECUESTRADO

EDITORIAL

Colombia no es gobernada solo desde la Casa de Nariño, las gobernaciones o las alcaldías. Detrás de cada decisión clave hay una red de familias, grupos empresariales y alianzas políticas que han hecho del Estado su mejor negocio. Lejos de la narrativa democrática que exalta el mérito y la capacidad, el país es testigo de cómo el amiguismo y la concentración de poder han secuestrado las instituciones, beneficiando siempre a los mismos apellidos y a sus protegidos.

Desde hace décadas, las mismas élites se reparten los cargos estratégicos a nivel nacional, departamental y municipal, ya sea a través de clanes familiares o favores políticos. Lo hemos visto en la burocracia estatal, en las altas cortes y en las entidades de control, donde se nombra a quienes garantizan lealtad más que competencia. La política se hereda, las influencias se negocian y el mérito se convierte en un obstáculo para quienes no pertenecen al círculo de confianza.

En el ámbito empresarial, la situación no es distinta. Los contratos estatales suelen estar diseñados para beneficiar a ciertos grupos económicos y aliados políticos, perpetuando un sistema en el que solo unos pocos tienen acceso real a los recursos del país. Lo mismo ocurre con los grandes proyectos de infraestructura y las concesiones mineras y energéticas, donde la competencia es una formalidad y las licitaciones favorecen a los de siempre.

El ascenso de funcionarios y asesores de confianza en posiciones estratégicas, sin importar su experiencia ni los cuestionamientos en su contra, es solo un síntoma de un problema estructural. No importa cuántos escándalos se destapen ni cuántos funcionarios sean cuestionados; lo esencial es la cercanía al poder, no la capacidad de gestión.

Mientras tanto, las oportunidades siguen cerradas para millones de colombianos que, sin influencias ni padrinos políticos, ven frustrado su acceso a los espacios de decisión. Se nos dice que Colombia es una democracia funcional, pero en la práctica es un sistema de exclusión donde solo cambian los nombres, pero no las estructuras de poder.

El país necesita una ruptura real con este modelo de administración pública secuestrada. Un Estado donde las decisiones no sean privilegio de clanes y grupos empresariales, sino el reflejo de una sociedad que elige a los más preparados y no a los más conectados. Hasta que eso no cambie, seguiremos viendo cómo las mismas manos se turnan el control del país, mientras la mayoría sigue esperando una oportunidad que nunca llega.

Pensilvania, febrero 2 de 2025.

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