Por: Mario Arias Gómez.
Libre como el viento, me uno a la solemne, memorable inauguración de la nueva sede del galardonado, sacralizado, entrañable Colegio Nacional del Oriente de Caldas, rebautizado como Institución Educativa Pensilvania, que entre 1954 y 2022 ha entregado a Colombia, a ¡PENSILVANIA!, en la jornada diurna 3.544 bachilleres, y en la nocturna 754, a partir de 1987, para un total de 3.698.

Altivo, eufórico, memorioso acto atado al glorioso, fulgurante pasado, unido al presente, que mira sin miedo, optimista el futuro, legado que encarna el importante, estupendo grupo de queridísimos condiscípulos que adornan hoy el amado terruño, otros más, enlazados virtual, espiritualmente al suntuoso acto inaugural, complementado con el ‘Primer Congreso de exalumnos’, convocado bajo la égida de la ‘GRATITUD’, que es la memoria del corazón, altar donde ofician las almas agradecidas, buenas, grandes, nobles.

Antiguo colegio que el mazo del progreso derruyó y que hoy 15 de junio de 2023, renace como el Ave Fénix entre los escombros, convertido en la confortable, flamante, moderna sede, consagrada al cimero Hermano Estanislao Luis, nombre gravado en su frontispicio, lo cual eterniza su prestigiosa, laudatoria, prolífica obra académica, literaria, que superó las fronteras patrias, hoy más viva que nunca, y que los amiguísimos compañeros mantenemos gravada indeleblemente, el texto -de gran relevancia-: ‘Castellano y Preceptiva’, en el que estudiamos en tercero de bachillerato.
Pomposo, protocolar evento de inauguración de la nueva Alma mater, que viste de gala a nuestra esclarecida patria chica, al que me uno con este humilde, sentido, sincero, elogioso canto al Colegio, que ha sido, es alma y nervio del diario acontecer de ¡PENSILVANIA!, columna vertebral de su desarrollo, florecimiento, entidad que ha contribuido -como la que más- al auge, avance, crecimiento, progreso, prosperidad; inspiración de mis ideales, cimiento de lo que soy intelectualmente hablando, fortalezas afianzadas, apuntaladas por desprendidos, insomnes maestros; antorcha del saber mantenida encendida por sus émulos que hoy regentan el renacido por Decreto 37 de 1985: ‘COLEGIO INTEGRADO NACIONAL DEL ORIENTE DE CALDAS”.
Timbre de honor del original, empedrado pueblo de mis ancestros, que me tocó en suerte, del que muy joven, luego de bachillerarme, alcé -jubiloso, insaciable, pletórico- vuelo, con tan elemental, liviano equipaje, dando inicio al errante, indesmayable, itinerante, largo periplo existencial, plataforma de mí incansable andareguear por el mundo.
Acogedora estancia a la que me debo, donde abrí -por primera vez- los ojos, disfruté los primeros amaneceres que por fortuna se han prolongado en el implacable tiempo que, continúo -emocionado- paladeando, saboreando; espacio vital donde igualmente abrigué los primeros sueños. Amarillenta radiografía -color sepia- que conservo intacta en el baúl de los recuerdos.
Refugio al que entusiasmado regreso siempre, con más veraz esta vez, motivado por el impensado, apasionante reencuentro de la GRATITUD, la solidaridad, la unidad; obligante cita convocada por la aplaudida, dionisíaca, celebérrima, egregia, encumbrada, meritoria, irrepetible figura de GERARDO ARISTIÁBAL ARISTIZÁBAL, Premio nacional de Ciencia, ‘Alejandro Ángel Escobar’ (1972), honra y prez de la tierra, fraterna mano amiga, siempre extendida, disponible -sin falta- para estrechar -sin distingos- la diestra del coterráneo. Inapreciable, inigualable valor humano, superviviente -con Hernando Jiménez- de la alegórica, honrosa, señera, solvente primera hornada de bachilleres (9) graduados en 1954, de la que hicieron parte -además-: Ubaldo Franco, Guillermo Hincapié, Duván Murillo, Alfonso Salazar, Carlos Navarro, Jaime Zuluaga, Hernán Ramírez (Pezuñita).

Desde la lumbre de la bella villa, la pujante ¡PENSILVANIA!, enternecido, ufanado, con fruición confieso que nada de lo que en tan caro remanso de paz suceda me es ajeno, dicho esto con genuino afecto; cálido nido donde me acunaron, forjé mis convicciones, ilusiones -imprescindibles-, al que cotidiana, confidentemente llego a recargar el espíritu con las infaltables, inmanentes armonía, pasividad, tranquilidad; a revivir los melindres de mi madre -que en paz descanse-, a deleitarme con los olores y sabores de la portentosa cocina de la abuela; a rescatar las remembranzas impresas en cada acogedor, denso rincón de sus empinadas calles.

Novelesco escenario -único-, donde transcurrió mí infancia, juventud, adultez en compañía de fantásticos, maravillosos compinches, con los que exploramos los impenetrables, espesos bosques, curioseamos la indómita geografía, dominada, domada, sometida a golpe de hacha por las callosas manos campesinas que la convirtieron en la exuberante, feraz, multicolor, ubérrima campiña “donde –al decir del poeta- el verde es de todos los colores”.

Hechizada, idílica, inimaginable acuarela, perceptible desde el colonial, extraordinario balcón natural del mítico, tutelar cerro Piamonte, insomne vigía del rutinario suceder pensilvense, bordeado, bañado por las cristalinas, cantarinas, transparentes aguas del sonoro río Pensilvania, arrullado por su clamoroso eco, cortejado por el canturreo de los pájaros, el gorjeo, trino de las aves, el deleitoso, dulce, gozoso sonido de la lluvia.
Bucólico, deslumbrante, paradisíaco oasis -casi celestial- de estremecedor, resonante atractivo. Orgía de luz de arrobadora belleza. Reserva climática de aire puro. Vergel al que, con llegar, lo primero que extraño es a mis viejos que a la vez están en el cielo y en mi corazón. Cascada de punzantes añoranzas, evocaciones que reviven en cada retorno.
Edén al que rebosante de alegría arribo, con un ligero morral, atiborrado, surtido de nostalgias, vivencias, de indivisas, tiernas recordaciones del inocente estar del tequioso niño que fuimos y seguimos siendo, de los lúdicos juegos, las irredimibles, juveniles, picarescas, seductoras, traviesas aventuras de adolescente y del hoy no tanto.
Policromas, soñadas huellas de un pasado yerto que intento rescribir en lo posible, con cadencia musical, fuerza narrativa, coloquial, sencillo, vernáculo lenguaje, para solaz personal y de los coprotagonistas -cómplices de todas las horas- de las íntimas, insepultas historias, antes que sucumban frente al atroz, brutal, despiadado, feroz inclemente alzhéimer.
Recuento que me regresa a la casa de madera y de bareque, tejas de barro en que me crie sin internet, redes sociales, en la que después del alba se colaban los luminosos soles mañaneros, por entre los postigos y hendijas, los cuales hacia el mediodía se volvían bochornosos, infernales, completando el ciclo detrás de Morrón, esa inédita fábrica de crepusculares atardeceres bermejos, en los infinitos confines de La Dorada, en medio de un enjambre de luciérnagas, el treno de grillos y chicharras. Rejuvenecedoras menciones que insuflan ánimo, brío, pujanza. Morada que con llegar visito sagradamente.

En los azulados, soleados días de las fiestas patronales de la Inmaculada (ocho de diciembre), éramos despertados por la alborada de la banda de guerra del Colegio y el palpitante repique de campanas que llamaban a misa de cinco, con olor a incienso que al salir de la iglesia daba paso al azahar de los naranjos y limoneros; a la aroma -exquisita- de las moliendas que el viento esparcía en el entorno.
Jornadas que sobre las seis de la tarde continuaban con el rezo de la novena y sobre las siete culminaban con los juegos de pólvora, seguidas de las eróticas, oníricas, románticas noches de plenilunio, amenizadas por la banda municipal dirigía por Daniel Cortés, mientras oleadas de jóvenes revoloteábamos en el parque, tras las cadenciosas, delirantes, escurridizas, hermosas, hilarantes, lozanas, nimbadas, pizpiretas, presumidas, vanidosas quinceañeras en flor, “con sabor a fruta madura”, de indescriptible, rutilante belleza, que parecían recién bajadas del cielo.
Embrujadores, majestuosos pimpollos en agraz, de brillante, luenga cabellera, color castaño, piel canela, felinos ojos de miel, de pícara sonrisa, mirada de fuego que ponían a bailar la imaginación y quemaban las entrañas.
Frenética, hipnotizadora, peculiar, trepidante etapa que nos tocó en suerte, en que las amorosas, dedicadas, diligentes, frágiles, incansables laboriosas, solícitas, talentosas mujeres eran de adorno, objeto del deseo. Inasibles, invictas Diosas -de éxtasis- con sabor a pecado original que borraba el matrimonio más no el bautismo, y cual extraño hechizo, nos dejaban sin aliento, erizaban la piel -como dice la apetitosa, sempiterna paisana, Amparito Grisales-. Tsunami de mujer que -como las aludidas garotas- no tiene presa mala.
Efervescente, falocrática, metódica, placida, reservadísima época, en que sin prisa saboreábamos los arrumacos con energía -ya marchita-, como las cacareadas, nostálgicas travesuras prohibidas; ternezas afincadas en el alma, en la memoria.
Qué tiempos aquellos -dice bien el tango-: ‘Tiempos viejos’ del inmortal, perenne Julio Sosa, que oíamos en el Bar Italia de Carlos Hoyos, la Bahía de Rubén Gonzáles, dónde Urbano López, Elí Giraldo, Manuel Montoya, que hoy podemos degustar en el acogedor bar del histriónico Gerardo Cardona -alias ‘Billete’-, reservado con inigualable, robusta discoteca -sin parangón-, que nada tiene que envidiarle a la del extinto compañero, el coleccionista, Jairo Patiño.
¡PENSILVANIA!: Pincelado, alucinante, floreciente jardín, que por años rociamos con tiernas lágrimas. CONTINÚA.
