Opinion

¡PENSILVANENSES!

Mario Arias Gómez

Por: Mario Arias Gómez.

En este mes en que nuestra esplendorosa, inigualable ¡PENSILVANIA! se engalana con multicolores luces para recibir orgullosa, con los brazos abiertos a sus laboriosos, entrañables hijos que regresan al caliginoso nido, pléyade de maravillosos, deslumbrantes seres humanos, distinguidos por su bien pensar, bien hablar, bien hacer, a los que brindo estas fraternas, afectuosas, sentidas palabras; tibio refugio donde por primera vez contemplé extasiado la luz, recibí los esplendentes, fulgentes, resplandecientes primeros rayos del sol que me fortalecieron, a la par que fui creciendo, frágil como un pájaro, libre como el viento; caro lugar donde mascullé de niño las primeras letras, hiladas, moderadas por la esmerada, protectora mano de Bernardo Gutiérrez Zuluaga -mi primer maestro-, pulidas, encaminadas luego por el apostolado pedagógico, disposición, grandeza, magnificencia de los desprendidos Hermanos Cristianos de La Salle.

Remanso de paz, dónde el día comienza en el icónico ¡PIAMONTE! -cerro tutelar del amado terruño- para morir en ¡MORRÓN!; ambos poéticos montículos distintivos de la tierra, bañados, arrullados por el translúcido, manso río Pensilvania que riega la fértil campiña, vestida de un sinnúmero de verdes de todos los matices, aromatizada por el azahar de los naranjos, el balsámico olor a molienda que se esparce en el ambiente, atávico escenario natural que con el redoblar de tambores y toques de clarines de las alboradas, sumado el tañido de las campanas transmitían una imperturbable sensación de quietud y serenidad, incomparables.

Avivada en verano por crepusculares atardeceres concitados en una ebria orgía de brillantes, coloridas, encendidas, fugaces acuarelas -de desvarío- formadas sobre ¡MORRÓN!, que se desvanecen aún en la lejanía de La Dorada, para dar paso a frescas, pecaminosas, románticas noches -sin parangón-, iluminadas por coquetas, cómplices, fúlgidas lunas llenas.

Alucinantes, armoniosas, consentidas, intemporales, irrepetibles postales -color sepia- que para regusto reproduzco, las cuales inspiran esta deshilvanada reflexión autobiográfica, que garrapateo en tono melodramático, abarrotada de imborrables, nostálgicas evocaciones que se niegan rehúsan a desaparecer, resguardadas en el baúl de los ayeres que el autocrático tiempo puso en cuarentena, a la espera de despertar en un momento especial como el presente.

Invocaciones, repasos que en este instante atropellan la memoria en busca de un lugar en esta placentera acotación que empieza por precisar cómo se esfumaron la infancia y juventud, callada, desgarradora, inadvertidamente sin darnos cuenta, como ahora la vejentud, matizada por el plácido ocio, saludable pereza de la ‘edad del sol’; sol-edad que busca -sin mea culpa-: «el sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, el susurrar de las fuentes, la quietud del espíritu» de lo que Cervantes habló en su prólogo del Quijote.

Auténtico vergel, en que con llegar paso -para solaz, regocijo-, a contemplar desde el ¡PIAMONTE! -mirador natural- la azulada bóveda del firmamento, en todo su esplendor, inmensidad, majestad, tachonada de estrellas que allí brillan como en ninguna otra parte del mundo; techo de luceros que cubren la afable ¡PENSILVANIA! que no me canso de exaltar, de ponderar.

Estancia a la que regreso -virtualmente- con andar quedo, cargado de años, desfalleciente, escoltado por infinidad de achaques, con un pesado equipaje repleto de pastillas, decepciones, desengaños, desesperanzas, desilusiones, irreversibles, disfrazadas de madurez, que para vanidoso consuelo, según el pensamiento clásico confuciano, es rica fuente de sabiduría.

Retorno que contrasta con la ansiosa, emocionada, expectante partida con una liviana maleta atiborrada de tiernas añoranzas, aspiraciones, ilusiones, optimismo, sueños, utopías imperecederas, tras esperanzados horizontes; con el llegar a la Universidad; conquistar el incierto futuro; conocer anónimos mundos, atragantar nuestra enfebrecida, errante, impetuosa, juvenil etapa de inexperto provinciano, de nuevas experiencias.

Pasado, cantera de inagotables, incesantes, subyacentes reminiscencias congeladas por el implacable tiempo, que rescato hoy del olvido, en esta espontánea, memoriosa recordación que brota a borbotones, reconciliándome con la vida, agitando riesgosamente el ajado corazón de mantequilla de este humilde, sencillo escriba que cierra por este año la tarea, para regresar -Dios mediante- el once enero próximo, luego de los fastos decembrinos celebrados en la grata compañía de los dilectos, invaluables, Inés y Macario Patiño, Luis Alberto Franco, Billete, Carlos Hugo y tantos otros que por falta de espacio no menciono.

Apetitosa visita en que me saciaré con los imprescindibles, inseparables combos de natilla y buñuelo; chorizo, morcilla y arepa; tamal con chocolate; sancocho de espinazo; dulce de breva, de papayuela; perennes, imborrables olores y sabores de la cocina de la abuela, gravados indeleblemente en mi mente. Al respecto, recuerdo que alguna vez alguien tocó el portón de la casa pidiendo un: “Por caridad regálame algo de comer pero que no sea natilla”.

Narrativa asumida con espíritu navideño, sentido de pertenencia, dolor de ausencia, el estoicismo, humildad del sabio; desahogados sentimientos represados que, como manantial revitalizan el alma; asociados al bello, encantador, exuberante, mítico, paradisíaco edén enmarcado por sus infranqueables, plomizas montañas, el arrullo fantasioso de sus transparentes, límpidos ríos, adornado por la atrayente, guapa, hospitalaria gente; los íntimos secretos anclados en sus calles; noria entrelazada a angelicales, seductoras quinceañeras en flor; despampanantes beldades en agraz de almendrados ojos, castaños, luengos rizos, piel canela; voluptuosos cuerpos, túrgidos senos de ensueño, duraznos que maduran en los pechos de las envidiables lolitas con sabor a fruta madura.

Apasionado y apasionante, alegre, fascinante deleite estético, atado a desesperanzas, tristezas, tusas, sufrimientos; a desvalidos amores y desamores de ‘garotas’ de las que estuve secretamente prendado; recuerdos acumulados en nuestro fugaz periplo, trecho de vida que se agota lamentablemente; espejo en el que, a conciencia, me miro reverente -sin remordimiento- para concluir que “somos lo que fuimos, lo que decimos”.

Recordaciones que -al respecto- conducen al gran filólogo, filósofo, humanista, pensador, poeta, escritor de luces, el inmortal Francesco Petrarca (italiano 1304-1374) a quien se le atribuye el libro: “Remedios contra la desdicha”; figurados diálogos entre el Dolor y la Razón, en los que emergen certeros preceptos de notable actualidad sobre la pobreza, la ceguera, la salud, la sordera, la pérdida de seres queridos, la vejez, el miedo a la muerte, reivindica los placeres del ánimo que son “cada día diferentes, aunque los días son siempre iguales”.

Sobre la vejez sugiere la urgencia de asumirla como un proceso natural de la vida, inevitable, con la lucidez, facultad de acomodarla para que cada etapa tenga sus peculiaridades, armónicas con la creatividad, el diario quehacer: “no hay época mala en cada una, siempre y cuando se haga buen uso de ellas”. No hay marcha atrás en ese camino -que es largo y culebrero- antes que nos convirtamos en “polvo camino a las estrellas”.

En vísperas de la ‘Navidad’, digo a los calidosos paisanos liderados por Gerardo Aristizábal -personaje de postín, irremplazable-; a los hermanos y amigos con los que compartí alegrías, anhelos, emociones, duelos, sueños: Que tengan una ¡Feliz Navidad y un imponente Año Nuevo! Espero que se cumplan a cabalidad sus nuevas metas y caprichos.

Pensilvania, 21 de diciembre de 2024.
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Morrón Pensilvania

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