Opinion

TRABAJOS SERVILES

Por: Omar Andrés Reina Muñoz – Líder de cambio, escritor, político, viajero y promotor de causas colectivas. Administrador de Mercadeo, Especialista en Economía Urbana y Regional, Magister en Estudios Políticos.

Apenas empieza a meterse tímidamente la luz de la madrugada entre los espacios de mi cortina; aquello me anuncia que nuevamente y desde que inició este año, no he logrado vencer la costumbre de despertar antes que la alarma suene con su insoportable melodía. Estiro mi mano derecha hasta la mesa de noche, tomo el libro que cerré hace unas horas y en el que solo logré avanzar dos páginas, intento recordar de qué trata el capítulo que no logro terminar hace tres días e inevitablemente mi cabeza realiza el cálculo cruel que me sentencia: empezamos abril, ya son cuatro meses sin trabajo.

No me detengo, no pienso en el hecho en sí, más bien me pregunto en que momento la sociedad abandonó la idea de lo divino y se inclinó por promover vidas basadas en la producción por persona en ocho horas diarias. – Peor aún – dice la voz en mi cabeza, poniéndome sobre la mesa el absurdo negocio de trabajar cuarenta y cinco años, para lograr recibir una pensión que, si acaso durará, junto a la vida, unos quince años más.

Sin malinterpretar, el trabajo no es malo per se; lo que admite discusión es cuánto tiempo trabajamos y con qué objetivos. Intento convencerme que se trata de otra de mis epifanías mañaneras y que lo mejor es levantarme para iniciar el día, recuerdo que es uno más en cuarentena; desconecto el celular y voy directo a los mensajes, un par de oraciones, cadenas e imágenes de grupos, pero uno llama mi atención: “Tu que tienes maestría y especialización te quedas en tu casa, mientras el portero de tu edificio y el cajero de tu mercado son indispensables, que golpe de humildad ¿no?”. Muevo los dedos, salto a las noticias y me recibe el titular de CNN: “Cerca de dos millones de personas perderán sus empleos en los Estados Unidos: Trump”. Me levanto rápido, abro las ventanas y me estiro un poco, pulso la aplicación de radio, oigo todas las mañanas La W, al sintonizar decreta Julio Sánchez Cristo: – En minutos, hablaremos con el Ministro de Trabajo Ángel Custodio Cabrera -. No puede ser, tiene que ser una broma que, a minutos de despertar, ya sepa que mi pensamiento recurrente del día vaya a ser el trabajo. Lo acepto y derrotado me voy a la ducha.

Al ritmo del agua caliente, pienso como tanta gente que debía cumplir metas de ventas en sus trabajos, hoy están en sus comedores, haciendo lo que pueden para concretar pedidos; pienso en los emprendimientos y todo lo que tienen en riesgo, podrían perderlo todo; pienso en el comerciante, formal e informal, que se acostumbró a resolverlo todo con la caja diaria; pienso en los operarios y los obreros; pienso en los restaurantes y los meseros; pienso en los conductores y los coteros; pienso en los ladrones y en los jíbaros, en las prostitutas y en los limosneros. Todos hacemos una parte, nuestra parte del trabajo. Al cerrar la llave pienso en quienes están poniendo el pecho, los policías y el ejército, los organismos de socorro y los profesores; pienso en todos los héroes del sector de la salud, son tremendos; pienso en los periodistas que nos informan; pienso en los que están garantizando la comida, el campesino, el tendero, el cocinero y el domicilio; pienso en los funcionarios públicos, que valiosos. Pienso en los alcaldes y el Presidente, oigo hablar al ministro, tanto peso.

En el mundo antiguo y en las comunidades primitivas no existe un término para el trabajo. En el mundo griego se juzgaba que la cualificación y la distinción entre actividades era algo esencial. Aristóteles distinguía entre actividades libres y serviles y rechazaba estas últimas porque «inutilizaban al cuerpo, al alma y a la inteligencia para el uso o la práctica de la virtud»; Era también preciso preguntarse, según él, en qué modo determinadas actividades contribuyen a la formación del carácter y del alma (Aristóteles, 1988).

Hoy, confinados en nuestras casas, nos avergüenza dedicarle tiempo al ocio; nos negamos a jugar con nuestros familiares; evitamos destapar una botella de vino si es miércoles; parece pecado levantarse tarde y andar en pijama todo el día. Algunos cumplen sus obligaciones trabajando virtualmente, laboran más horas que antes y hasta los obligan a encender sus cámaras para que los jefes vigilen que no se levantan a tomar café. Nuestros hijos tienen más tarea que antes y los recibos con el saldo de nuestras deudas, no paran de llegar.

La pensadora alemana Hanna Arendt, anticipándose en algunas décadas a esta situación expresaba: «La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo. Por lo tanto, la realización del deseo, llega un momento en que puede parecer mala para la sociedad y dicha sociedad desconoce esas otras actividades que son más elevadas e importantes para el alma».

De alguna manera no tener trabajo en este momento, me otorga cierta libertad de disfrutar sin sentir culpa, de vivir momentos de ocio satisfactorios. He leído libros a desconocidos; he aplicado la ley del vacío; he llamado amigos y familiares; he cumplido retos de redes sociales, he cocinado y llorado. He escrito. Termino de vestirme, enciendo el computador y me siento frente a la página en blanco sintiendo que finalmente si tengo un trabajo: Decirles que no vivan para trabajar, no trabajen en lo que no disfruten y simplemente vivan para ser felices.

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