Por Julián Henao Buitrago – Partido Alianza Verde
30 junio 2019
Antes de ahondar sobre el título de la columna expreso mi profundo rechazo a la acción cometida por el uribista Luis Emilio Arboleda el sábado 29 de junio de 2019 en la ciudad de Medellín, cerro Nutibara, en el patrimonial Pueblito Paisa. Este hombre, respaldado por un grupo de simpatizantes políticos del uribismo, bajó la bandera que instaló la alcaldía de Medellín en el lugar mencionado y la hizo trizas con una navaja. No es posible que el fanatismo y el accionar histórico de los políticos pro “familia tradicional” tipifiquen la sociedad hasta el punto de motivar odio en el comportamiento de los ciudadanos hacia los que piensan diferente, en un estado laico y democrático, además; por fortuna la Fiscalía y la alcaldía llevan el caso a las instancias judiciales.
Como se darán cuenta hoy escribo en primera persona, las reflexiones personales no son por coyuntura, siento la obligación de alzar la voz por los que aún tienen miedo.
A propósito de la celebración del día internacional del orgullo LGBTIQ que se celebra cada 28 de junio y de las movilizaciones de este fin de semana en las principales ciudades y municipios de Colombia y el mundo, quiero resaltar la importancia de tal expresión de resistencia y libertad que ya suma 50 años, que han sido clave para el avance en la igualdad de derechos, no solo para nosotros, sino también para otros grupos sociales marginados y vulnerados en pasados siglos.
Analizando que en Colombia se marcha en muchos lugares urbanos el domingo 30 de junio, quiero aprovechar para contar varios episodios que reafirman la gran brecha existente en cuanto al acceso a derechos igualitarios entre la ciudad y el campo respecta; debate que el país conoce poco y que debemos dar extensamente sobre la realidad de los LGBTIQ en el campo. A mayor nivel educativo o de riqueza, el porcentaje de diversidad sexual aumenta y, además, se amplían las diferencias de género. La escasa información que existe concluye en segregación, opresión y represión contra los campesinos que salgan o saquen del closet.
Los últimos diez años fueron notorios para la comunidad LGBTI en Colombia. Gracias a la lucha en las calles y los tribunales, el Estado ha comenzado a reconocernos algunos de nuestros derechos. Por ejemplo, la Corte Constitucional sentenció en 2008 que las uniones libres del mismo sexo tienen derecho a reclamar la pensión de su pareja. En 2011 se pronunció sobre el matrimonio igualitario. En 2013 abrió la posibilidad de casarse en las notarías. Y en 2017 el congreso hundió un referendo que pretendía derogar tales avances. Reconocemos todos estos triunfos legales que mejoraron en parte la vida de los LGBTIQ colombianos, pero son logros más notorios en las grandes ciudades y poco aplicables en los sectores rurales y apartados del país. El estado no está llegando al campo para replicar estos derechos y peor aún a llevar una pedagogía familiar en educación sexual que eduque sobre identidad sexual.
Los programas de educación sexual en el campo se limitan a fundamentaciones científicas, a la importancia sobre el uso del condón en la prevención del embarazo adolescente y las enfermedades de transmisión sexual (ETS), punto. Lo digo con conocimiento de causa porque soy orgullosamente egresado de un colegio rural y aunque reconozco el esfuerzo que hicieron mis docentes en esta materia, les pudo más el tabú para no “dañar la mente” de los niños del campo. Tampoco pretendemos que enseñen “cómo ser gay” pero si educar en tolerancia, prudencia y respeto frente a quienes nacen diferentes, que, por cierto, como todo niño o adolescente necesitan entender ese mundo fuera de molde en que deben desenvolverse por el resto de sus vidas. En el ámbito educativo hace falta también una catedra de paz que hable de inclusión, un comité dentro de los concejos directivos y gobiernos estudiantiles que vigile y atienda psicosocialmente los casos de exclusión en los colegios rurales y urbanos, y unos docentes más preparados para hablar sin tapujos de todas las generalidades sobre identidad sexual y equidad de género.
Muchas personas LGBTIQ en el campo no saben cómo ser ellos sin necesidad de gritarlo a los cuatro vientos ni tampoco imitar los proyectos de vida, hogar y familia de su comunidad. Sería un gran mentiroso si dijera que alguna vez fui discriminado o agredido en mi vereda o municipio por, desde muy temprana edad, ser abiertamente homosexual, de hecho, me trajo ventajas en ocasiones, pero aun así me aflige tanta belleza para ser cierta porque yo no soy la regla sino la excepción entre decenas de personas con una identidad sexual diversa en el campo. Conozco la historia de personas que asesinaron por su condición sexual y las pasaron como ‘positivos’ dentro del alcance guerrillero, paramilitar o militar del momento; me crie con chicos campesinos que los asediaron tanto que emigraron a la ciudad y no quieren saber nada de nuestra tierra por los hechos sufridos allí; conozco un joven que quiere ser transgénero pero muere de temor pensar en el día que se lo comunique a sus padres –cristianos tozudos además-; conocí, hace poco que fui a visitar el sector rural del que soy, la historia de dos chicos que he visto crecer y sufren de acoso escolar, ciberacoso y presión familiar permanente por lo que sería su evidente identidad sexual. Me contaron –cada uno por aparte- que ni profesores ni psicóloga saben de tanto acoso, incluso en sus familias tampoco, porque si cuentan a sus padres sería como admitir lo que tanto ellos no quieren creer sobre sus hijos, y lo peor, estos dos chicos ni siquiera quieren ser amigos para no alimentar el morbo de sus perseguidores que se pegan de cualquier cosa para mortificarlos. Jóvenes y niños como estos tres últimos son propensos al suicidio, a la deserción escolar, al maltrato y la violencia constante pero como en Colombia ni el estado ni las organizaciones sociales se han preguntado cuál es la realidad de los LGBTIQ de las zonas rurales, imagino lo indefensos que se deben sentir.
Lo mejor que pueden creer las personas discriminadas en el campo es que para salir del clóset hay que migrar a las grandes urbes como hace la mayoría, pero esto no significa que la homofobia deje de ocurrir, porque alguien, algún día, no tendrá un techo o dinero para llegar a una ciudad y permaneciendo en el campo puede llegar a ser víctima fatal, de un fenómeno que, las estadísticas no miden con precisión, siempre que las víctimas registradas por hechos de homofobia o transfobia son urbanas pero de las víctimas rurales poco se sabe. Primero, por la ausencia de estado, segundo, por guardar silencio y tercero porque simplemente no alcanzan a ‘contar el cuento’.
Aunque no se crea, en el campo es más visible la discriminación, especialmente en zonas donde la guerra ha sido más cruenta porque los grupos armados u otros actores, en su mayoría, pretenden imponer su ideología y la población LGBTIQ no encaja en la visión de sociedad que ellos tienen. De hecho, de las más de 8 millones de víctimas del conflicto armado, existe un pequeño registro de LGBTIQ que se han visto afectados por la guerra. De acuerdo con las cifras de la Unidad de Víctimas, se trata de 2.234 personas hasta febrero de 2019. Los delitos con mayor incidencia contra la población LGBTI son: el desplazamiento con 1.150 casos, la amenaza con 628, el homicidio con 359 y la desaparición con 97. Sin embargo, estas cifras en rojo pueden ser mayores, pues hay miembros de la comunidad que no han hecho pública su situación, no pueden acceder al sistema estatal de denuncias o simplemente fueron silenciados y nadie cuenta su historia.
Colombia todavía no sabe la realidad de la población diversa en sus municipios. De hecho, se desconoce cuál es el número de LGBTIQ que habitan en el país. El Estado no ha hecho el ejercicio ni ha tenido la voluntad de incluir en el censo nacional una sola pregunta, explicita, y las organizaciones sociales tampoco llevan un registro. Aunque eso no sería lo más exacto porque muchos en el seno de su hogar o en su contexto social no van a admitirle a un encuestador su identidad sexual, creo que avanzaríamos mucho, al menos para que nos incluyan en un plan nacional de desarrollo, en políticas públicas de juventud, salud o de equidad de género sin que nos excluyan por ausencia de voz o representación en instancias gubernamentales. Las políticas públicas LGBTI en las regiones avanzan a paso lento, contrariamente a la participación y la elección popular que cada día tiene más voces.
En Colombia hay 158 activistas, cuatro concejales, un alcalde, una senadora y un representante a la cámara de la población LGBTIQ abiertamente. También, una ex formula vicepresidencial. Estos líderes políticos fueron elegidos en los últimos comicios regionales (2015) y nacionales (2018) respectivamente, donde se han presentado más de una centena de aspirantes LGBTIQ. El número puede ser mayor ya que muchas dignidades políticas no han salido del closet por sus personales y ante todo respetables razones. Todos estos cargos son un logro para el movimiento, a pesar de ser una pequeña cifra en el mundo de la política.
El reto en esta materia para los nuevos alcaldes y gobernadores que se escogerán en octubre próximo -independientemente de su identidad sexual- será incluir en su agenda programática y en su línea de desarrollo social, la protección eficiente, eficaz y preventiva, minimizando la discriminación y la violencia. Mientras que el reto en materia de igualdad para las organizaciones sociales y el gobierno debe ser proteger los líderes sociales rurales LGBTIQ que de antemano tenemos una triple condición de amenaza, sin desestimar la defensa que se debe brindar a líderes sociales en general.