Opinion

‘Bernardo Cano (Berceo)’

Por: Mario Arias Gómez

21 noviembre 2018

Ausente del país por vacaciones, suplo la falta de información directa del nefasto e inevitable suceder nacional, plagado de noticias de corrupción, pillajes, saqueos, aprehensiones de malandros, cazados -in fraganti- con sus botines o alijos de coca; asesinatos, causados por ‘paracos y guerrilleros supérstites. Triste y cruenta realidad -que supera la imaginación- recogida por la prensa amarilla, menú que reemplazo, por una emocionante tarea, tantas veces aplazada, exaltar entrañables amigos -presentes e idos-, que conforman mi pequeña antología, en la sobran dedos para configurarla. Cuasihermanos con los que pasé momentos imperecederos, que trato de perpetuar con esta deshilvanada nota.

Arranco con el brillante, estoico, polifacético y talentoso Berceo -alma bendita que en paz descansa-, bueno como ‘el pan o el ‘vino de consagrar’, ejemplo de estoicidad, temperamento festivo, cuyo electrizante talante -lleno de humor- fueron fajinas de genialidad, que me volvieron adicto, y quién desde la eternidad, aún me hace reír, como si estuviera por estas breñas, cuya cruz que cargó en vida a cuestas, nos equiparó. Copia -en la modernidad- de Baudelaire, Verlaine, poetas malditos de la Francia del siglo XIX; vidas llenas de bohemia, cigarrillo, excesos, que se los llevaron, tempraneramente, bordeando el medio siglo; dueños los tres de sorprendente talento, explosiva y portentosa imaginación, con un milagroso dominio del arte de escribir, de parla fulgurante que, en el caso de Berceo, puso en alto su nombre en el inédito y exclusivo concierto de la narrativa caldense.

Sus ágiles y deliciosos relatos, repletos de acción, fueron vivos retratos de la cotidianidad de nuestro tiempo, contentivos de esplendor poético, deslumbrante fuerza testimonial, rigor académico, métrica exacta; pantagruélicas joyas, cargadas de meandros, adobados con lucidez, agudeza, acidez, ironía; jocosas exageraciones que lo inmortalizaron en el círculo íntimo de admiradores.

Miembro connotado de la prodigiosa y refulgente escuela del sarcasmo, que tanta aptitud y sutileza exige, en la que solo militan los más inteligentes, los menos frecuentes. Culto, original, versátil cronista, cultor, defensor del idioma, con un estilo directo, vigoroso, sin prosopopeya, adornado con chispas sulfurosas de oportuna flema, microscópicamente engarzadas en su límpida, multifacética y tersa prosa, que con sabiduría atrapó el pasar citadino, sus ilimitadas combinaciones, entresijos, laberintos.   

Pinceladas magistrales, esbozadas con lenguaje claro, donoso, esbelto, generoso, transparente, utilizado para denunciar el entramado infinito de ilusiones, frustraciones, engaños, mentiras, tejidas en el rutinario trasegar de politiqueros, recopiladas en medio de una sofocante y lánguida escasez, ingratitud, dolor, que no lo amilanaron, ni doblegaron; intimidad que ocultas se llevó en el alma al más allá. Conjurado pasado que, en un contexto de violencia, exorcizó con diafanidad, sin solemnidad, en voz alta, arrancando dolorosas crudezas y demasías de la retorcida condición humana, sin más armas que su fina sátira. Verdades que no se podían, o era prohibido decir, por ir contra la corriente.

Berceo -como Rimbaud- murió en el abandono con franciscana pobreza. Sin ánimo de odiosa erudición, recuerdo, cómo huía de los ‘trepangos’ y turiferarios, expertos en el arte de adular, sobar chaquetas, batir incensarios, quemar inciensos, halagar tras míseros mendrugos de pan, al todopoderoso de turno; imagen de marca, cincelada a lo largo de su quijotesca existencia, cuya imperecedera delgadez -que nunca tendré-, y silueta, que conservo como amarillenta, decolorada y viviente efigie, en el apolillado baúl de las reminiscencias.  Quejumbrosa leyenda, radiografía de una cruda realidad, cada vez más presente.

Nada en Berceo fue solemne, impostado, alma gemela, surgida de la entraña misma del pueblo, burlón infatigable que, en la vida, nada se tomó en serio, con el que en su eterno andareguear con el acordeón a cuestas, por la ‘mariposa verde’, compartió su buen humor, mientras coronaba guapas campesinas en flor, como Director de Acción Comunal, sabia fuente de inspiración de su aplaudido anecdotario costumbrista, eternizado en sus insuperables narraciones. Son inenarrables las historias protagonizadas con su ascético par, Augusto Gómez, con el que infaltables, se les veía a las doce del día, con mi ‘distinguido’, paseándose por la 23 de Manizales, exhibiendo su mondadientes con el que despistaban el almuerzo.

Ser sin igual, que trató a cada quien, como lo que fue, sin más, ni menos, incluidas sombras y luminosidades, asperezas, secretos; actos de coraje, cobardía, mezquindad, valentía. Con placer indescriptible, con la objetividad de su juicio, mil veces repasé con él, el guion común vivido, antes que, por azar del destino, se marchó al exilio, liviano equipaje, cargado de soledad, desapego y hastío, donde la maldita parca lo encontró, sin guaro ni ‘Pielroja’. Trampa insondable del sino, asistida por los muy listos -aviones decía-, infames y desleales que creyeron que sus argucias pasarían por alto, luego de producirles ventajas momentáneas.

Su imaginaria presencia, excita hoy esta sentida nota que barrunto desde el ‘Malecón Guayas’, galanteado por la aparente pasividad del río, donde estrujo los lejanos camarotes de la nave del tiempo, para reclamar, apenado y nostálgico, por la inesperada y estremecedora ausencia sin retorno, el inextinguible eco del viejo estribillo: “dos cosas al matrimonio, las mujeres suelen llevar, muchas ganas de cariño y pocas de trabajar. Hay bésame, bésame, bésame que tengo frío…

Guayaquil (Ecuador), 21 de noviembre de 2018

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